Magrite
viernes, 1 de abril de 2011
Un retrato de Góngora
Una casa de la villa de Madrid. 1622.
Un joven prepara el caballete y las pinturas.
Viene de Sevilla.
En Madrid
se oyen las capas y las espadas,
las campanas de los conventos.
Don Luis se sienta delante de él.
Diego empieza a pintar.
El poeta le ofrece su expresión más grave:
en su mente, hipogrifos, soledades,
laberintos de palabras,
cultismos, adolescentes,
acusaciones de judío,
peleas literarias, fracasos, sus versos y Quevedo.
Diego escoge un fondo neutro
y pinta una nariz poco cristiana.
Don Luis se levanta, cansado, después de varias horas,
de "gire vuesa merced un poco
la cabeza hacia la izquierda",
"vuesa merced no se mueva",
cansado de su mirada más profunda.
Se observa a sí mismo, reprime
una interjección de sorpresa,
(vale mucho el pincel de este muchacho)
y agradece con enorme ironía
a este Apeles tan osado,
haberle escondido algún defecto que se observa cuando se mira en el espejo.
Cuando sale a la calle
hace mucho frío, está anocheciendo
y se marcha a toda prisa hacia su casa.
Mientras, Diego limpia tranquilo los pinceles
y sonríe, seguro de su talento.
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